Ahora que lo pienso ya estuve así otra vez.
Cuando era muy chico, creo que quince años atrás. Fue en las vacaciones que
contrataba papá, cuando trabajaba en la empresa antes de que lo rajen, era el
uno a uno.
Hacia calor, estaba solo. Había gente pero no
socializaba, quizás era por falta de empatía. La edad también era un problema,
el único niño entre ocho adultos.
En estos días el inconveniente tenía nombre y
apellido, por lo menos yo la acusaba de ser la culpable de mi estado. Un estado
muy cercano a la soledad. No quería comunicarme con nadie, no me interesaba.
Además sabía que nadie me comprendería. Margarita me exilió, cuando me dejó
pase días enteros en mi habitación, semanas sin querer hablar con nadie. La
tristeza era el mar que me rodeaba.
Años atrás en México, los Margaritas me
aislaban, mientras más tomaban los adultos, menos atención recibía. El mar me
ayudaba con el calor y al mismo tiempo tenía algunos juegos inflables que
disfrutaba en soledad. Sentía que el mar y yo éramos compañeros, el también
estaba solo. Trataba de hacerme amigo, de conocerlo, lo investigaba, vagaba en
el fondo, recorría todo el perímetro demarcado por las boyas, pero creo que se
resistía. Mis ojos ardían por la sal, no veía absolutamente nada con claridad.
Cada tanto me revolcaba y hasta salí varias veces por tragar agua.
Mi cama post Margarita era un espacio donde también
vagaba, me sentaba con la guitarra a tocar. Comía, dormía mucho, de mis ojos
brotaban algunas gotas de agua con sal. No estaba demarcado con boyas, pero era
mi único espacio, donde quería estar. Lejos de todos y seguro de mi mismo.
El mar me estaba pasando por arriba. Era mi
aliado y a la vez se convertía en impenetrable y lejano. La sensación de
oscuridad, de esperar algo más que no va a llegar, de intentar avanzar pero
terminar revolcándote en el mismo lugar. La sensación de estar ahogado. Esas
sensaciones se convirtieron en hastiosas, una rutina que como destino posible
tenía solo el fondo del abismo.
En mi cama sucedía exactamente lo mismo.
Una tarde decidí sentarme en una reposera de la
playa, solo a mirar el agua. Estaba cansado de pelear, ese día me había
resignado. Mercedes, la esposa de Claudio, el supervisor de mi papá, me
pregunto por que no estaba en el agua, si siempre estaba ahí. Argüí que me picaban
los ojos y no tenía ganas. Ella me preguntó si usaba antiparras para que no me
ardieran los ojos. Ni sabía lo que eran. Mercedes que era risueña, morena y
bajita me prometió que me iba a regalar unas, supongo que al mismo tiempo noto
mi mala cara y se apiadó. Esa misma tarde apareció según su explicación con
unos anteojos para tener mejor visión bajo el agua. Me realizó una breve
explicación y me dijo que cuando uno se aburre de algo, tiene que tratar de
mirarlo desde otros ojos, por eso me daba las antiparras.
Hace unas semanas atrás buscando una púa para la
guitarra, encontré los viejos antiparras azules. Recordé la anécdota y me
propuse mirar con otros ojos.
En la Riviera
Maya descubrí un mundo fantástico y nuevo. El mar azul dejaba
de tener una visión turbia y acotada a casi un metro. Las antiparras me revelaron
que el mar inmenso de la superficie, también era infinito bajo el agua. Existían
formas, colores, maravillas nuevas. Veía la gente que nadaba a lo largo de
muchos metros de playa. Descubrí que había pequeñas plantas, peces que solo se
ven en películas, se alimentaban ahí y usaban las piedras que sostenían las
boyas como refugio. Sin duda el mismo lugar de antes se convertía en algo
inesperadamente asombroso.
Ya salí de mi casa, empecé a juntarme con amigos
de vuelta. Ayudo a mi viejo en el laburo y no curso pero preparo finales para
diciembre. Además arranqué pileta, justamente ayer venía nadando. Concentrado
en mi mundo, en un mundo nuevo, donde el olvido ya pasó. Estaba haciendo
espalda, mirando fijó el techo para no perder la línea del andarivel. Cuando siento que mi mano golpea contra
alguien. Me di vuelta rápidamente para pedir disculpas. Me saque las antiparras
y la vi.